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LA SIEMPRE ANHELADA ESPERANZA

Por: María Teresa Camacho

 



Hablar sobre la esperanza es difícil como apasionante, porque todo el existir humano está altamente impregnado de un esperar terrenal con perspectivas eternas. Grandes pensadores han escrito y debatido sobre el tema y concluyen que la pérdida de la esperanza conlleva al desgano, a la tristeza y consecuentemente, al debilitamiento del ser humano en toda la extensión de la palabra. Al mismo tiempo, temas como la muerte, la finitud, el “no ser” han hecho tambalear el horizonte del esperar humano y no pocos se han atormentado al pensar que un día “no serán”; que la muerte mutilará sus esperanzas, ideales y proyectos.

 

Para quienes han perdido la esperanza y para quienes la esperanza es todavía una palabra elocuente, dirigimos estas líneas, con dos propósitos: Primero, resucitarla para reactivarla con fuerza en el corazón del mundo y, en segunda instancia, para acariciar sus alcances en la vida personal, familiar y social, especialmente en un ambiente secularista que vive bajo un presentismo trágico. Recordarla para invitar a trabajarla es valorarla como una fuerza salvífica que encamina y propulsa dinámicas de vida y vida en abundancia.

 

El ser humano no puede cumplir las decisiones de su libertad sino en su relación con el mundo y con los otros, pues la esperanza liberadora no se refleja solamente en la dimensión personal, sino en el destino total de la comunidad universal. La existencia nos compromete con el mañana del mundo y con nosotros mismos y nos exige estar en constante devenir, en un continuo dinamismo que cultiva una esperanza que trasciende la barrera de la muerte. Esta esperanza nos proyecta a ser inquietos, conquistadores, críticos, entusiastas, alegres y constructores de un mundo en el que estamos todos involucrados y arraigados integralmente. La

esperanza, así entendida, no nos arrebata la felicidad del presente, sino nos abre a la plenitud de la vida, como vida histórica.

 

Dicha esperanza torna amable la vida, porque con ella aceptamos nuestro presente de manera gozosa sin olvidar lo sempiterno.

La esperanza, como motivación intrínseca y motor dinámico, da confianza, brinda paciencia, impregna de audacia, inspira fidelidad y produce profunda alegría y, si ese gozo esperanzado está arraigado a un Dios, comunicador de vida, llegará a la plenitud porque alcanzó la perfección en el amor y en el existir. ¿Habrá dicha mayor que la de saborear un néctar que no tiene fin?

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