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Una muerte lenta llamada corrupción

Cada vez que me entero de un acto de corrupción en Colombia y del personaje detrás de este, me pregunto por qué la mayoría de los ciudadanos, que pienso desean lo mejor para nuestro país, no reacciona. ¿Indiferencia? ¿Impotencia? ¿Falta de claridad en cuanto a principios y valores? ¿Desconfianza en la justicia y en quienes deben aplicarla? Puede ser todo lo anterior, pero la cuestión de fondo es que seguir tolerando que nos rijan los malhechores es anunciar la muerte prematura de nuestra nación.


Sé que el análisis de toda esta escandalosa realidad de corrupción exige un trabajo concienzudo y mancomunado y tal pretensión desborda la intención de este escrito. Me atrevo sólo a expresar unas cuantas ideas.


En primera instancia, diría que los colombianos y colombianas se han acostumbrado a ver el mal y sus pluriformes expresiones con familiaridad, sin ponerle resistencia alguna, hasta el punto de integrarla en su haber cultural para luego exclamar con gran orgullo: “¡Es que somos así!” Este despropósito lo oí decir en una fiesta “muy tiesa y muy maja”, con el agravante de que el personaje “ligero de boca”, añadió: “¿Quién no ha bebido de las fuentes del narcotráfico en Colombia”? No le faltaron reacciones en la mesa que ocupábamos.


En segundo lugar, el idolillo llamado dinero, al que no pocos le hacen culto de adoración, ha penetrado tanto en el corazón de la sociedad que la gente, en su arrebato por escalar socialmente, recurre a cuanto artificio maléfico para lograr su cometido. Su pretensión es jactarse de su bienestar económico, porque esa realidad, desde su precario y engañoso imaginario, cree le va a dar “status”, respeto y poder.


Como último punto, diríamos que la impunidad se posicionó de manera descarada para proteger a los malandrines bajo la excusa del “ deber proteger” los derechos individuales. El contrasentido radica en que se cobija más al delincuente, al pícaro, al violento en aras de mostrarse como un país respetuoso de los DD.HH. Todo indica, más bien, una gradual desmoralización de un país que sacó a Dios, no de su Constitución, sino de su corazón. En el acto de “darle la espalda” a Dios, el ser humano le dio la espalda al hombre mismo y se extravió, porque en Dios y el otro, está la inspiración para un actuar moral.


30 de julio 2014

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